Cherán K´eri a 8 de diciembre del 2025
Por: David Daniel Romero Robles
La relación de las comunidades indígenas y originarias con el agua se cimienta en principios ontológicos y cosmológicos que desafían fundamentalmente la lógica reduccionista y economicista impuesta por el Estado. Mientras que las estructuras estatales tienden a concebir el agua como un simple recurso material sujeto a cuantificación y control administrativo, la visión comunitaria la eleva a la categoría de ser vivo, con representación propia y sagrado. Esta diferencia esencial en la concepción del agua es el núcleo de las luchas por la autonomía, la gobernanza territorial y la resistencia contra el avasallamiento del modelo colonial interno.
Desde la perspectiva comunitaria, especialmente en los Andes bolivianos, el agua no es un objeto inerte, sino un elemento vivificador que participa activamente en la configuración del mundo. Esta mirada se enmarca en la concepción de la comunidad ampliada, entendida como un entramado de vida que incluye no solo a los humanos, sino también a animales, árboles, ríos, piedras y la naturaleza, todos interrelacionados en una mutua interdependencia.
La investigación ha identificado esta visión como un enfoque ontológico que reconoce la agencia del agua y su carácter sagrado, esta relación trasciende el utilitarismo; la gestión del agua se orienta hacia la “crianza de la vida”, que busca reanimar la dinámica vital del territorio a través de prácticas sociales como la alimentación y las fiestas.
Los cuerpos de agua están profundamente arraigados al paisaje simbólico, no solo geográfico. Las lagunas y fuentes son consideradas dueñas del agua y se asocian a lugares salvajes, indómitos o chúcaros (a veces llamados quiñas), los cuales están vinculados a cerros guardianes. Estos lugares son vistos con una mezcla de temor y respeto debido a su potencial para la ira o el peligro, por lo que la interacción con ellos debe ser mediada a través del ámbito ritual.
Las comunidades celebran rituales colectivos, a menudo entre agosto y diciembre, para solicitar la lluvia o el agua, un acto que busca “reciprocar” con las fuentes hídricas por el agua que otorgan. Estos rituales reafirman el paisaje hídrico y el ciclo de relaciones socioecológicas, haciendo evidente que la primera salud que se debe cuidar es la de la madre naturaleza, de cuya salud depende la humana. Esta dimensión simbólica y ritual no es reconocida ni visibilizada en los planes de desarrollo ni en las políticas de intervención estatal.
Frente al control centralizado del Estado, las comunidades han mantenido o reconstituido sistemas de autogobierno que garantizan la gestión local, basada en el conocimiento ancestral y el principio de servicio, más que en el lucro.
En territorios con limitaciones hídricas, como Racaipampa en Bolivia, el agua se convierte en el elemento articulador y movilizador para la gestión hídrica la cual se articula mediante mecanismos internos como el ayllu y el chogo (trabajo y ayuda mutua), y se orienta a la construcción de infraestructura para la cosecha de aguas.
En los valles bajos de Cochabamba, donde la agricultura es clave, el manejo del riego está a cargo de un Juez de Aguas, elegido en asamblea general por su responsabilidad y experiencia en el manejo hídrico. Este cargo se considera un servicio a la comunidad y no es remunerado. La distribución se rige por un calendario agrícola que establece turnos de riego (mitas de agua). El incumplimiento de estas normas internas conlleva sanciones, que pueden ser tan severas como la pérdida de un turno.
Estos sistemas comunitarios buscan el uso diversificado del agua, tanto para riego como para consumo humano, lo cual a menudo genera tensiones con los gobiernos centralistas que imponen una visión más estrecha. La visión comunitaria choca con la burocracia estatal que intenta subordinar la autonomía a sus marcos rígidos, reproduciendo estructuras coloniales.
El Estado Plurinacional, por ejemplo, tiende a enfocarse en la gestión del agua con un criterio de cuantificación, valorando qué cantidad se necesita, cuántas hectáreas se sembrarán y cuántos ingresos económicos se incrementarán. Esta perspectiva se basa en una mirada muy cuantitativa y economicista que no logra captar la diversidad cultural ni la cosmovisión de los pueblos.
La implementación en México del ejercicio de presupuesto directo o libre determinación obliga a las comunidades a caer en los laberintos de la administración pública, debiendo subordinar la visión comunitaria del que hacer a las políticas desarrollistas y reportar y rendir cuentas claras bajo leyes muy rígidas que no toman en cuenta su diversidad. Esta rigidez hace que la gestión del agua se vea obstaculizada por trámites complejos y la necesidad de asesoría legal y contable externa para cumplir con la fiscalización. Se ha señalado que la legislación, incluso cuando reconoce los derechos indígenas, reduce la libre determinación a una dimensión meramente cultural y administrativa, domesticándola y manteniendo las estructuras centralistas del poder.
La visión comunitaria del agua, por lo tanto, es inseparable de la defensa del territorio, la identidad cultural (Shurukua en purépecha) y los principios ancestrales de servicio. Es una lucha constante por evitar que el Estado y el mercado conviertan la naturaleza en mercancía, y por mantener viva la matriz civilizatoria de la crianza de la vida.

